En 1999 Andrew Christman en su casa de Brooklyn me regaló un libro con la obra de Anthony Gormley , en el ejemplar venía una frase que el escultor ingles le decía a Gombrich: “Me parece ridicula la obsesión de algunas personas por conseguir lo estático, por tratar de fijar las cosas, siendo que el universo está en constante movimiento”. Hoy sus palabras siguen teniendo un profundo sentido en mí, y mi manera de pensar.
El terremoto solo ha venido a demostrar la gran condición de fragilidad en la que está suspendido el hilo de la existencia. La sociedad global niega esta condición. Ha contaminado el planeta, esta derritiendo literalmente lo que las civilizaciones anteriores consideraban sagrado. En nombre da la paz, hoy hay guerra en Irak y Jerusalén tiene un muro gigante, no hay voluntad política de acuerdos para terminar con la pobreza, asi en una lista que podría volver loco a cualquiera por el sin sentido que todo esto tiene.
¿Qué hace que seamos lo que seamos? ¿Por qué al interior de nosotros existe la duda, la incertidumbre, mezclada casi a partes iguales con la certeza?
Todas las preguntas que podría hacer no tienen respuesta alguna en la medida que pretenda certezas basadas en dogmas y paradigmas que responden a tiempos y a maneras de pensar y actuar que ya no concuerdan con el hoy.
Existe la gran certeza de que todo es impermante, transitorio y frágil. Y eso es ya, un buen principio.
Mi trabajo habla de eso y se ha orientado a abrirse camino en esta dirección..
Hablar de la transitoriedad del paso del tiempo, aceptando mi propio envejecimiento, la profundidad que eso conlleva, me ha hecho entender el sentido y la reflexión sin ansiedad.
¿ Para que hacer arte, y lograr que este sea efectivamente una herramienta de cambio? No lo se, lo que si sé es que si hago mi trabajo responsablemente, este siempre será una herramienta para entender el mundo y como el mundo piensa hoy.
El paisaje y la pintura reúne para mi las condiciones de particular estado de fragilidad y necesidad de atención, la convivencia efectiva y programada es la única medida de cambio real a la que tenemos que enfocarnos.
Alejandro Quiroga abril 2010
SINTONIZANDO IMÁGENES
El año 2005 Alejandro Quiroga realizó una intervención sonora en el Museo de Bellas Artes, como una extensión de la exposición titulada Reververancias: Arte Sonoro en Chile. La intervención formó parte del ciclo Ejercicios de Colección que se desarrolla en el Museo al interior de la Colección Permanente. La intervención consistió en establecer un contrapunto sonoro y visual con una pintura de Arturo Gordon en la que se representa la escena del Velorio del Angelito, una imagen de la costumbre campesina del siglo XIX que llegó hasta mediados del XX.
El Angelito está al centro, en la cabecera de la cama, alrededor, la familia llora su partida. La escena se aprecia mejor desde la distancia, cuando te aproximas se torna borrosa, y comienza, si se quiere el drama del reconocimiento de las manchas. Pensemos que la pintura de Gordon corresponde a una estética de clase, subalterna que irrumpe en la escena nacional como efecto de la Generación Centenario.
Casi 100 años después, Quiroga se detiene en esa pintura de “interior” en un doble sentido, escena de interior doméstico rural e interior del drama por la pérdida de un ser querido. La secuencia de imágenes que acompañan al óleo centenario corresponden a su padre postrado en cama, a las horas de haber fallecido, y una foto de este hombre, a la edad de ocho años. Una banda sonora emergía desde el interior de una bata de seda que estaba recostada en el suelo. El sonido reproducía los últimos momentos de vida de su padre, los últimos sonidos que generaba su cuerpo.
Este Viaje al Interior supuso relacionar obras de tiempos y contextos distintos, sin embargo la unión se daba en la borrosidad del acontecimiento, o digo bien en el ruido que generaban. Había un desenfoque puesto que ambas escenas correspondían a la detención de un momento límite: el testimonio visual de un artista que enfrenta, celebra e interroga la muerte. En tal sentido, el lugar del arte queda situado en el intersticio que queda entre la vida y la muerte, entre la certeza de la imagen y su desvanecimiento. Si hablamos en claroscuro, podemos afirmar que llega un momento en que los matices no dejan ver el drama: la voz del padre retorna una y otra vez sampleada por Quiroga, y la muerte del Angelito sede ante la luminosidad, ante el último destello en medio de los melancólicos colores de la paleta de Gordon.
NATURAURBANA
“El rastro de pintura no llevaba a ninguna parte más que de vuelta al lienzo, que no hablaba./El rastro de salpicaduras llevaba a todas partes al mismo tiempo (?). De vuelta a la casilla de salida./Goterones y borrones por todas partes! La escena del crimen estaba pintada.”
Raymond Pettibon, Los Angeles, 2001.
Mientras reviso las imágenes del libro de Quiroga, Fine Tunning, no evito establecer relaciones visuales de su pintura desenfadada con el trabajo de los comics de los ’80. Las ficciones del artista Raymond Pettibon, como el mismo las llama, forman parte de un mundo que oscila entre la alta y la baja cultura, o más bien transitan entre el deseo de popularidad eficaz de las imágenes, versus lo desprolijo del cromatismo y la mancha.
Quiroga es hijo de su tiempo, y no dejo de entrever la estética ochentera de La Chile y del under santiaguino. Repaso una Trauko o una Beso Negro, o las recientes Ronckanblus y Recuerdos Subversivos, donde la estética del alto contraste y la eficacia barrial o pop configuran una estética sin retóricas complejas ni pretensiones estéticas, el punto es comunicar historias. En este caso, Quiroga no narra verbalmente, pero del conjunto de imágenes desprendemos un estado de ánimo, una postura, o más bien un punto de vista donde el observador está implícito y las vistas, son vistas parciales como una zona de la memoria de sus propios desplazamientos por Chile o Estados Unidos. Claro, estamos ante escenarios bastos y desolados sin nominación de origen, y por ausencia el sujeto queda atrapado y no evitamos las evocaciones.
Al parecer, lo que inquieta a Quiroga no tiene que ver con el paisaje en un sentido productivo y testimonial del término, sino que con la dimensión contemplativa y especulativa. En este contexto reconocemos el icono que Quiroga ha desplazado a distintos formatos y técnicas, la imagen del árbol cortado en su tronco. Suspendido de la serie Fine Tuning II, del año 2005. En este caso es la imagen en blanco, el vacío lo que se interpone entre la proyección de las raíces y la copa del árbol. El vacío entonces es la máxima luz que hay entre los cortes. No es el “Árbol Solitario” de Agustín Abarca, pero al final posee esa afinidad existencial, el de la silueta que se instala en medio del vacío.
En la serie actual FineTinning Vol. V. Ha desarrollado una serie de imágenes referidas a ciertos paisajes, difíciles de localizar, pero que sin embargo parecen familiares. No son las vistas de Gordon y su Generación irrumpiendo en el campo, cazueleando con la gente, sino que aquí son nostalgias urbanas, son imágenes informadas y recolectadas de la propia memoria y de los lugares que simulan un recuerdo sobre papel. Por eso su construcción pictórica oscila entre el cartel de rock y la viñeta de comics: blanco y negro, tonos y semitonos para una eficacia visual.
Pantalla y pasaje de la lección de pintura de Couve, pero ahora convertida en una visión en grisalla escéptica de los lugares y también escéptica de la pintura y el buen gusto. Aquí no hay emblema patrio ni reivindicación vernacular, hay más bien un espacio de transición de imágenes yuxtapuestas, es como si con las vistas de los árboles, las montañas, la nieve o los manglares se enunciaran otras cosas más oscuras referidas a la capacidad retiniana del oficio pictórico, porque en la base de la paleta está el azul, casi negro, la negación de la imagen.
Una oscuridad de alquitrán, espesa que chorrea según el deseo del autor, que raya, superpone, saca y oculta en capas sucesivas. En los contrastes se adivina una situación volumétrica, la oscuridad se cae de las vistas, y no sería extraño que un montón de alquitrán inundara la sala, pues al final se trata de naturaleza como concepto inaprensible y no de postales; de lo informe de vistas generales, o de objetos sin contextos como frases o viñetas no reconocibles de un itinerario construido desde la caverna platónica, como si renombrara el mundo desde el Taller de Loreto.
Ramón Castillo
El registro indeterminado
Por
Elisa Cárdenas
Periodista
El territorio de Chile, que en su longitud comprende casi todos los escenarios posibles: océano, desierto, cordillera, campos floridos y glaciares, ha constituido históricamente la panacea de los artistas en su búsqueda de belleza y expresión. El paisaje es uno de los grandes motores de la pintura nacional. Si observamos los primeros frescos de pintores locales, que comenzaron a circular a mediados del siglo XIX, la gran mayoría denotaba un apego al mundo visible en general y una admiración por la naturaleza en particular. Nuestra “loca geografía” que exaltó el escritor Benjamín Subercaseaux fue, para las primeras manifestaciones del arte en Chile, un material no sólo estimulante, sino ineludible en los pintores de aquella época.
Ese modelo mimético de representación protagonizó la pintura chilena durante un siglo; los artistas buscaban fijar e inmortalizar su instante de percepción frente a la magnitud y el poder de la naturaleza. Así, las obras anulaban la fugacidad del momento y la propia inestabilidad del entorno retratado. Así, un gran porcentaje de obras se inspiran en el paisaje o en las prácticas y costumbres del ser humano enmarcado en ese espacio. Son imágenes narrativas, de fácil lectura, que apelan a la evocación del referente, es decir, la pintura era un intento de asimilarse, lo más fielmente posible, al mundo circundante. El arte no gozaba de autonomía, dependía de una realidad.
Sin abandonar el paisaje, la actitud artística comenzó a variar en el sentido de concentrarse al interior de la obra, en el soporte como un continente abierto que se presentaba como desafío. El referente era un ímpetu para comenzar el diseño de una obra y – gradualmente - no fue sólo la naturaleza, sino su percepción de ella lo que fue configurando el avance de estas obras. Los artistas adquirieron libertad frente al paisaje, y sintieron la necesidad de incorporar aspectos originales como su propia emoción, su recuerdo, su conexión mental, su imaginación. Sin dejar de ser el referente privilegiado del arte chileno, el paisaje se fue haciendo más sujetivo y el artista buscó no sólo retratar, sino también explorar.
En esta etapa de la pintura chilena, ya entrada en la Modernidad, no fue más necesario que algo hubiera ocurrido en la realidad para hacerlo visible en una composición plástica. Incluso el realismo no agotó su definición como la traducción pictórica de un referente, sino que comenzó a analizarse la cadena de mediaciones entre la realidad y la obra artística.
Con el tiempo, el arte adquiere autonomía, es un campo, un territorio, y ante ello el paisaje como género no puede sino representar un desafío, lo que es crucial en la era contemporánea.
El paisaje hoy puede manifestarse de muchas maneras en instalaciones, en videos, performances o con mayor potencia en las prácticas del land art, donde éste es soporte de obra. Ante la diversidad de medios visuales que coexisten en la actualidad cabe preguntarse ¿de qué manera puede estar el paisaje en la pintura?
La obra reciente de Alejandro Quiroga nos remite a esas preocupaciones. Este artista formado en Chile, España y Estados Unidos ha desarrollado una práctica visual complementaria con la música y la performance, buscando siempre el punto de encuentro entre todas estas expresiones, una Sintonía Fina, como titula a su serie de trabajos realizados durante la última década.
Quiroga toma prestado del mundo de la electrónica el término Fine Tuning (Sintonía Fina) para abordar el ejercicio de collage formal que él busca desarrollar en la tela o el papel. Al recrear y sintetizar allí sus experiencias de paisaje, Quiroga apuesta al riesgo de llevar a escena la simultaneidad de lo percibido, y pone en cuestión el factor espacio/tiempo que conlleva dicha experiencia estética.
Estamos enfrentados a distintas configuraciones de paisaje contemporáneo, y podemos comprender ese paisaje como resultado de experiencias cotidianas, por lo tanto en constante proceso de producción y movilidad social. Al reubicarlo hoy en las artes visuales, nos preguntamos qué tipo de paisaje vamos a recrear y de qué manera lo haremos; cuál es el sentido actual de resaltar la exhuberancia de nuestra vegetación, la inmensidad de nuestros mares, la sublimidad de nuestros desiertos, bosques, montañas o acantilados, etc.
Proponemos que hay un sentido en la factura, en la forma de hacer; y en comprender que la pintura es tan territorio como este y otro tipo de referentes de la realidad. Comprender a la pintura como un campo de acción que opera con sus propias lógicas y en el cual suceden cosas que sólo allí pueden suceder. Que está capacitada para transformar algo amorfo e inmaterial, como es la mancha, en algo verosímil y con un punto de vista.
También podemos a través de ella detectar e intentar representar aquel paisaje que no se ve, paisajes simbólicos, asociados a la historia y la memoria de sus habitantes; paisajes de otros, los sectores populares, los sectores de inmigrantes, los sectores de la riqueza; paisajes periféricos donde impera el riesgo y el temor: zonas baldías, eriazos, etc. O bien, en plena rutina urbana, los paisajes de la ciudad oculta, los que diagraman sus habitantes, consumidores, usuarios, sobrevivientes; el paisaje de las galerías del centro de Santiago, el paisaje de los centros comerciales, el del comercio informal, o el de la delincuencia.
Alejandro Quiroga recorre y fotografía los entornos con los que se va encontrando. Este registro viene a ser el grado 0 de su operación, a través de la cuál adquirirán una corporalidad pictórica los lugares intermedios de nuestro paisaje. Este artista se moviliza por la zona central del país y capta las geografías fugaces, efímeras, con vegetaciones aleatorias rodeando las carreteras, con torres de alta tensión y otras visualidades de este paisaje prácticamente aterritorial.
En su exploración, busca encarnar lo que se ve y no se ve, lo que él hace, piensa y cree, asumiendo el cautivante desafío de expresar todo aquello, de hacer visible lo invisible, dentro de los márgenes de una tela. Aquí, la pintura y su referente tienen el mismo estatus; el arte no necesariamente refiere a la experiencia humana sino que es paralelo a ella, puede llegar a complementarla.
Su pintura está al borde del monocromo, predominan los negros y grises, los claroscuros, y los ejercicios de profundidad. Haciendo uso de su plena libertad e inventiva, Alejandro Quiroga puede intervenir computacionalmente sus registros, sus fuentes visuales. En esta sintáctica, el resultado pictórico parece rozar la fotografía; a ratos juega a emularla, pero con la autonomía y el despliegue de la mancha. Constantemente refiere a la fotografía, apuesta a la fotografía, pero a la vez, la está desafiando y hasta parodiando.
Estos paisajes -una suerte de no lugares- remiten al ser y la experiencia humana, pero hablan a través de la ausencia, un tópico que de alguna forma recorre la obra completa de Alejandro Quiroga. Antes integró personajes y objetos, generalmente en estado de suspensión, sugiriendo una presencia-ausencia que viene constituyéndose en un rasgo esencial de su visualidad, expresado tanto en las composiciones como en la factura misma, en su uso del acrílico, en los espacios en blanco, en las aguadas y las superficies planas.
La fascinación de Alejandro Quiroga por el mundo visible tiene sus puntos de coincidencia con la de los pintores románticos en el Chile de 1860, sin embargo en su caso, el ejercicio no busca fijar una experiencia en una imagen, sino sintetizar en ella precisamente lo indeterminado, lo fugaz, la fragilidad de los momentos y de su propia percepción.
“I have seven days to live my life, or seven ways to die”
David Bowie
“Fast fast fast you´re running fast..”
The Ganjas
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PINTURAS
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